¿Qué otorga legitimidad a un sistema de gobierno? La democracia ha sido considerada durante siglos como la forma de gobierno más legítima porque se basa en la participación de los ciudadanos en la toma de decisiones. La noción de legitimidad democrática reside en el consentimiento de los gobernados, lo que significa que el poder no se impone, sino que se ejerce en nombre de los ciudadanos y con su aprobación (Held, 1987:267-270). En las democracias modernas, este consentimiento se expresa principalmente a través de elecciones periódicas que garantizan la competencia entre diferentes opciones políticas, pero el concepto va mucho más allá de los comicios. Se trata de un proceso continuo en el que los ciudadanos, directa o indirectamente, tienen la capacidad de influir en las decisiones que afectan sus vidas.
A lo largo de la historia, la democracia ha evolucionado para incorporar diferentes mecanismos que aseguren esta legitimidad, desde la democracia directa de la antigua Atenas hasta los modelos pluralistas más recientes. Cada uno de estos sistemas ofrece distintas formas de involucrar a los ciudadanos, y es esta capacidad de adaptación lo que ha permitido que la democracia sobreviva y se mantenga como fuente de legitimidad frente a otros sistemas de gobierno (no sin enfrentarse a continuos cuestionamientos o tensiones de otros modelos no democráticos que promulgan mayor eficiencia y bienestar, véase la autocracia china). Sin embargo, en un contexto contemporáneo de desigualdad creciente y polarización política, la capacidad de las democracias para seguir siendo legítimas está siendo puesta a prueba, como advierte Held (1987:270). Aquí es donde entra en juego el papel fundamental de los ciudadanos: la legitimidad no es solo un producto de las instituciones, sino también del grado en que los ciudadanos participan activamente en el sistema.
La democracia clásica. Atenas
La Atenas del siglo V a.C. es el origen más claro del ideal democrático. Allí se estableció, lo que podríamos llamar, un sistema de democracia directa, donde los ciudadanos podían participar en la Asamblea y tomar decisiones sobre cuestiones clave del Estado. Sin embargo, este sistema tenía limitaciones claras: solo los hombres libres y ciudadanos de pleno derecho, podían participar, lo que dejaba fuera a una gran parte de la población, incluidas las mujeres, los esclavos y los extranjeros (Held, 1987:38-40). Pese a estas exclusiones, el modelo ateniense permitió una conexión directa entre el ciudadano y el poder, un concepto que resuena hasta nuestros días.
Lo que hacía única a la democracia ateniense era el papel directo del ciudadano en la política. No se trataba solo de votar o elegir representantes; cada ciudadano tenía la responsabilidad de contribuir activamente a la toma de decisiones. Este enfoque hacía del ciudadano un actor político pleno, involucrado en todas las facetas del gobierno. Aunque limitado en su contexto, sentó las bases para entender la ciudadanía como una noción vinculada a la participación activa. Por ejemplo, la gran mayoría de los cargos públicos eran elegidos por sorteo y nunca nadie podía ostentar un cargo público más de una vez en su vida. Las excepciones se encontraban en los cargos militares y en las épocas de amenazas bélicas de otras civilizaciones, donde el proyecto tendía a protegerse y a valerse de posiciones más oligárquicas, basadas en la experiencia.
En las democracias contemporáneas, aunque el sistema representativo ha sustituido en gran medida la democracia directa, la idea de que la legitimidad política emana del pueblo sigue siendo fundamental (Held, 1987:40).
La democracia protectora. El liberalismo democrático
El surgimiento del liberalismo en el siglo XVII marcó un punto de inflexión en la historia política. Frente al absolutismo monárquico, que concentraba todo el poder en manos de un solo individuo, el liberalismo propuso un sistema que limitara el poder del Estado y protegiera los derechos individuales. Pensadores como John Locke lideraron esta lucha ideológica, argumentando que el gobierno debe estar al servicio de los ciudadanos, y no al revés. Locke y otros liberales defendían que los ciudadanos no solo tenían derecho a participar en la política, sino que eran portadores de derechos naturales inalienables, como la vida, la libertad y la propiedad, que debían ser protegidos a toda costa (Held, 1987:96-99).
Este debate fue central en las revoluciones Americana y Francesa, que buscaban derribar los regímenes absolutistas y devolver al ciudadano el control sobre su destino. La creación de sistemas parlamentarios y constitucionales representaba un intento por institucionalizar la democracia y asegurar que el poder quedara en manos de los ciudadanos. Sin embargo, como Held señala (1987:99), este modelo de democracia protectora limitaba la participación ciudadana a una simple elección de representantes, y las instituciones políticas se diseñaron para proteger derechos, no necesariamente para promover una participación activa y continua. Aunque revolucionaria para su tiempo, la democracia protectora fue criticada por ser mínima en su concepción de la participación ciudadana, lo que allanaría el camino para nuevas formas de democracia más inclusivas.
La democracia desarrollista. La participación del ciudadano
La democracia desarrollista surge en respuesta a las limitaciones del liberalismo democrático. Mientras que la democracia protectora defendía principalmente la protección de los derechos individuales, la democracia desarrollista promovía, al menos como un ideal, una participación activa y constante de los ciudadanos en la vida política. Este modelo plantea una dicotomía entre una democracia mínima (o protectora) que se limita a garantizar elecciones y derechos, y una democracia desarrollista que busca que los ciudadanos participen en la creación del bien común (Held, 1987:104-107).
El argumento central de la democracia desarrollista es que la verdadera libertad política no puede existir sin una implicación activa de los ciudadanos en los procesos de toma de decisiones. Rousseau ya había advertido de este peligro, al señalar que una ciudadanía pasiva puede conducir al despotismo o a la alienación política. La democracia desarrollista recupera esta visión, defendiendo que el interés general solo puede alcanzarse cuando todos los ciudadanos están involucrados. Este modelo ha sido aplicado en democracias contemporáneas a través de mecanismos como los referendums o los presupuestos participativos, que permiten una mayor implicación de los ciudadanos en decisiones que afectan a sus comunidades (Held, 1987:107). Aquí, la ciudadanía no solo es un derecho, sino un deber colectivo.
La democracia directa. Las tesis marxistas
Para los marxistas, la democracia representativa era insuficiente. Según Marx y Engels, la democracia bajo el capitalismo simplemente perpetuaba las estructuras de poder que beneficiaban a las élites económicas. Por tanto, propusieron un modelo de democracia directa en el que los trabajadores pudieran tomar control directo de los medios de producción y del poder político, eliminando cualquier separación entre gobernantes y gobernados (Held, 1987:120-124). La idea central era que la verdadera emancipación del proletariado solo se alcanzaría cuando las decisiones políticas y económicas estuvieran completamente bajo control popular.
El objetivo de la democracia directa marxista era destruir las instituciones capitalistas y reemplazarlas con consejos de trabajadores o soviets, como sucedió brevemente durante la Revolución Rusa. Estos consejos serían responsables de gestionar todos los aspectos de la sociedad, desde la producción económica hasta la gobernanza política. Sin embargo, este modelo fue duramente criticado por su tendencia a generar sistemas autoritarios o totalitarios, como lo demostró la evolución de la Unión Soviética hacia un régimen de partido único que eliminó cualquier forma de participación popular genuina (Held, 1987:124).
El elitismo competitivo
El elitismo competitivo, propuesto por Schumpeter, redefine la democracia como un sistema donde las élites compiten por el voto de los ciudadanos, pero donde la participación de estos últimos es limitada. Schumpeter argumentaba que la democracia no puede depender de la participación activa y constante de todos los ciudadanos, ya que esto sería poco realista en sociedades grandes y complejas. En cambio, el papel del ciudadano se limita a elegir entre diferentes élites en competencia, quienes luego se encargarán de gobernar (Held, 1987:158-162).
Este enfoque ha sido criticado por reducir la democracia a un simple proceso electoral, donde el poder real sigue estando en manos de una élite política. Held (1987:160) señala que, aunque este modelo refleja una visión pragmática de la política moderna, corre el riesgo de generar apatía y alienación entre los ciudadanos, que sienten que su participación es irrelevante fuera de las elecciones. Sin embargo, Schumpeter defendía que esta era la forma más realista de democracia, dado que los ciudadanos no tienen la capacidad ni el tiempo para participar en todas las decisiones políticas.
Pluralismo y democracia corporativa
El pluralismo y la democracia corporativa surgen como alternativas al elitismo competitivo, proponiendo un modelo en el que diferentes grupos e intereses dentro de la sociedad compiten por influir en las decisiones políticas. En lugar de depender exclusivamente de las élites políticas, el pluralismo reconoce la diversidad de la sociedad y permite que diferentes grupos de interés, como sindicatos y asociaciones empresariales, participen en la formulación de políticas (Held, 1987:188-193).
La democracia corporativa, en particular, busca integrar a estos grupos de manera formal en el proceso de toma de decisiones. Sin embargo, Held advierte que este modelo también puede ser problemático, ya que otorga un poder desproporcionado a los grupos con más recursos o influencia. Esto puede llevar a una distorsión del proceso democrático, favoreciendo a ciertos sectores de la sociedad sobre otros. Pese a estas críticas, el pluralismo y la democracia corporativa representan intentos de hacer que la democracia sea más inclusiva y representativa de la diversidad de intereses que existen en una sociedad compleja (Held, 1987:193).
¿Qué significa la democracia hoy en día? Hacia una búsqueda de mayor calidad democrática
Hoy en día, la democracia enfrenta desafíos que no se limitan únicamente a la celebración de elecciones libres. La creciente desigualdad económica, la polarización política y la desconfianza en las instituciones están minando la legitimidad de los sistemas democráticos. Según Held (1987:267-275), la democracia en el siglo XXI debe adaptarse a estos nuevos retos para seguir siendo una forma de gobierno legítima y efectiva.
En este contexto, se habla cada vez más de calidad democrática, es decir, no solo de la existencia de procedimientos formales, sino de la capacidad de la democracia para involucrar activamente a los ciudadanos en la toma de decisiones. Held propone que las democracias actuales deben buscar formas de garantizar que las voces de todos los ciudadanos sean escuchadas, no solo las de las élites. Modelos como la democracia deliberativa y la democracia participativa (incluso una hipotética democracia digital, favoreciendo el uso de las tecnologías para acercar a los ciudadanos a las decisiones políticas) ofrecen soluciones a este desafío, promoviendo un mayor diálogo público y una participación más inclusiva (Held, 1987:275).
Para Held, el futuro de la democracia depende de su capacidad para reinventarse, no solo protegiendo los derechos individuales, sino promoviendo una mayor participación ciudadana y asegurando que las instituciones sean verdaderamente representativas y transparentes. La búsqueda de una mayor calidad democrática es, en última instancia, la clave para que la democracia siga siendo una fuente de legitimidad en un mundo cada vez más complejo e interconectado.
Referencias
Held, D. (1987). Modelos de democracia. Alianza Editorial.